jueves, 21 de febrero de 2013

Deceso

El pez que caminó entre los muertos se desescama a lengüetazos. Tiene el sino de la deshonra marcado en la frente, condenado a vagar errabundo entre las tierras sin mar y sin brisa que lo dirigan.
 
Voces, voces, voces que gritan insistentemente.
No oye, pero sí escucha. 
 
Ha traspasado las puertas de la Gran Jerusalén con los párpados a mitad de un sueño. A su paso las mareas de sal que lo resecan. "Un poco de agua" intenta pedir al forastero ciego que vigila la entrada.
 
Y su voz que fallece en el grito del silencio.
 
La inminente primera caída anuncia el final de un viaje. Mujeres harapientas se arrastran en busca de un mendrugo de pan. Él, él apenas puede ser un trozo de sal en medio del desierto.
 
¿A caso se puede ser algo más?
 
De pie, sin fuerza, mira caer su primera escama. El banquero tritura su cola con el tacón dorado que compró a una barata de burdel. No quiere que corra o que se adelante a su ritmo, no debe. Cae sin  llegar al oasis sagrado, donde se propagaba la esperanza de la redención. Ahí, en el suelo, los niños juegan a picarle las pupilas con un cigarro mentolado.
 
Las voces pululan como moscas a su alrededor.
  
El pez que caminó entre los muertos calló porque pensó que era mejor así. Se entrega como un suculento platillo al perro hambriento de poder.