miércoles, 5 de agosto de 2009

Besos públicos

Los besos públicos debieran estar prohibidos. No todos, sólo los que la luna llena denuncia en la esquina de un bar o la salida de un cine; aquellos que apuñalan la alegría nocturna forzando al recuerdo. El beso diurno, en cambio, es sólo una ráfaga de voyeurismo. El que se da a la salida de un motel como despedida de una aventura o el de la locomoción estudiantil con temor a ser ridiculizado. No, el beso nocturno tiene un efecto superior al que se mira de día. Hay complicidad entre los amantes, aceptación y deseo. Es atemporal, semiespacial y sin jerarquía. El beso es un bolero repetido. El transeúnte no es parte de la dinámica interna de ese instante, por ello no advierten la luz perlada que los enfoca. La función inicia y el reflector ilumina con suavidad sus rostros donde los labios se funden en músculo rosado autosuficiente. No hay más, no necesitan más. Entonces el espectador sufre, le encoleriza presenciar la vitalidad de la pareja y mantenerse al margen. Desearía estar en sustitución de alguno de ellos. Poseer y ser poseído. No hay más, pero siente que lo necesita.

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